Durante 12 días, empezando el 28 de agosto, los Juegos Paralímpicos este 2024 en París darán la oportunidad de ver los mejores deportistas con discapacidad batiendo records, empezando por ellos mismos.
Volver a ver la deslumbrante París y sus monumentos, entrar con los deportistas en emplazamientos como la Sainte Chapelle o le Grand Palais y compartir con ellos escenarios como, l'Arc de Triomphe, le Palais de Versalles o la Place de la Concorde. Más de 140 delegaciones de otros tantos países, y más de 4.000 deportistas muestran cómo los límites son límites, pero aunque sí dependen de uno mismo, precisan que el entorno favorezca su inclusión. Los Juegos Paralímpicos tienen su origen en la post-guerra, como competición para las personas mutiladas por la Guerra y aunque se empezaron a consolidar cuando a partir de 1960 se hicieron coincidir con los Juegos Olímpicos, dejó de hacerse hasta 1988 en Seul, creándose un Comité Paralímpico Internacional.
Recuerdo participar en 1992 en la ceremonia de apertura de los Juegos Paralímpicos como voluntaria. Fue realmente especial. Pero también recuerdo que para muchos amigos participaba como voluntaria en unos juegos inferiores a los olímpicos. De menor categoría. Han pasado 22 años.
Hemos avanzado bastante en la educación inclusiva. Decretos como el 150/2017 en Catalunya avanzan en este sentido a pesar de las dificultades en su implantación. No hemos avanzado tanto en la sociedad. Cuando acaba la educación obligatoria a menudo empieza un calvario para muchas personas para seguir su recorrido personal, social y profesional. En muchos otros casos, cuando la discapacidad es sobrevenida ya en la edad adulta, sigue siendo demasiado complejo reorientar el camino. Y lo es no por las personas con discapacidad, si no por las dificultades que impone una sociedad competitiva que valora sólo resultados y al que considera el mejor. Que no termina de ser consciente que la discapacidad no se centra en la persona, si no en las barreras que el entorno provoca constantemente.
Tal vez por eso, porque todavía estamos en el camino, los Juegos Paralímpicos siguen siendo unos juegos diferentes, separados y con incluso un logo propio, parecen unos aros inacabados. ¿Realmente no merecen los mismos aros olímpicos? Entenderíamos un logo y juegos diferentes para las personas de distintas razas, lo asumiríamos como correcto y adecuado que las mujeres tuvieran unos juegos diferentes, después de los de los hombres.
El camino es adaptar los entornos. Las sedes se han adaptado. ¿Es que las sedes adaptadas no podían ser usadas por los deportistas sin discapacidad?
Las personas con discapacidad pueden y deben formar parte de unos únicos Juegos Olímpicos. Misma ceremonia de apertura y clausura, mismos aros y misma mascota. Mismos símbolos. No se trata de ser iguales. No es la igualdad el objetivo, es el respeto y la aceptación incondicional de la diversidad como definitoria del ser.
Una mayoría de nosotros vivimos con una crónica falta de tiempo. La ocupación de todas las horas del día deja poco margen a los espacios que requieren de pausa. Una estructura estresante que, en muchas ocasiones, se traslada a los horarios de los más pequeños pero que, sobre todo, limita el tiempo que la crianza necesita.
Algunos padres acaban haciendo cosas que sus hijos pueden hacer solos a fin de ganar tiempo –o, como mínimo, no “perderlo” más–. Y aquello que corresponde hacer a los hijos, desde ponerse un zapato hasta gestionar un conflicto, lo solucionan y hacen los adultos previendo que lo más probable es que los niños lo hagan mal.
Falta de tiempo para cometer errores
En ocasiones se habla de la sobreprotección a los niños, de evitarles las dificultades y ahorrarles pasar por momentos de frustración. Sabemos que este estilo parenteral, fruto a menudo de un excesivo control y muchos miedos, conduce al crecimiento de niños y jóvenes inseguros y con poca autoestima.
Pero conviene reflexionar también si la inseguridad o la poca autoestima pueden ser fruto de la inmadurez y la dificultad para lograr ser autónomos. Si no son en realidad el resultado de una educación en la que no hemos dado tiempo y oportunidades para aprender. Aunque sea cometiendo errores, claro.
El ritmo de vida acelerado, el estrés, la sobrecarga de responsabilidades, el exceso de actividades y otros aspectos vinculados a la falta de tiempo comprometen la crianza. Pero evitar que los hijos se equivoquen y hagan las cosas mal no trae ningún beneficio: solo frena sus procesos de aprendizaje y su desarrollo.
Inseguridad e inmadurez
Las consecuencias de no dedicar tiempo suficiente al crecimiento y desarrollo de la infancia son varias. La más evidente es la inmadurez que acompaña a muchos alumnos cuando inician la escolarización. No favorecer la autonomía es frenar su desarrollo.
En diferentes estudios se ha recogido esta inmadurez generacional materializada en diferentes ámbitos del desarrollo (lenguaje, social, emocional…). Y aunque las causas pueden ser distintas, una de las más comunes es no dar autonomía a los hijos. ¿Si les hacemos todo, cómo van a aprender a hacerlo ellos?
Por otro lado, se generan inseguridades, ya que los niños no perciben nunca que son capaces de hacer las cosas por sí mismos. Siempre tienen a alguien superando cualquier obstáculo en su lugar, evitando en edades más cercanas a la adolescencia la toma de decisiones propia.
Esta inseguridad e inmadurez que se perpetúan en el tiempo generan mucha dependencia en el presente y futuro de estos niños y niñas, y contribuyen a que construyan un autoconcepto pobre de sí mismos, pudiéndoles hacer más infelices en el futuro.
Ayudarles sin impedirles hacerlo por sí mismos
Podemos intentar tener presente que ayudar no significa hacer nada en lugar de otro. Ayudar es favorecer, acompañar, dar recursos, ofrecer estrategias… pero no que un adulto haga algo que un niño o joven puede hacer por sí mismo o con apoyo.
Algunos ejemplos prácticos serían:
Pactar con los maestros y maestras objetivos vinculados a la autonomía, por ejemplo enseñándoles a vestirse solos utilizando al principio ropa con elásticos y calzado con velcros, y dar estrategias para ponerse la chaqueta… No sólo es importante llegar puntuales al colegio, sino todo el proceso previo.
Dejar a los pequeños que acaben las palabras y las frases. Dar tiempo a que puedan pensar las palabras, dar tiempo a la construcción de frases. Poder tolerar los silencios que implican que los niños piensen qué decir y cómo hablar.
No prepararlo todo los adultos. Ajustarnos a la edad del niño o adolescente y dejar que prepare sus mochilas, la ropa que se pondrá el día siguiente, el postre que va a tomar, la muda para la clase extraescolar, etc.
Acompañarles en las tareas escolares, pero no hacerlas en su lugar. Darles un lugar para hacerlas, revisar las agendas, darles y compartir tiempo para que puedan hacer las tareas de forma autónoma.
Permitir que se equivoquen. Sólo cuando nos equivocamos aprendemos. Para ello hay que dar valor no sólo al resultado sino a todo el proceso para llegar a ése resultado. Dar importancia a todos los pasos que se necesitan para conseguir algo.
Estar al lado de las decisiones que toman como adolescentes. Sin temer como padres el error, aportar las estrategias y la seguridad de que no los abandonamos. No precipitarnos por la falta de tiempo y las prisas, dejar que puedan pensar.
Contestar las preguntas que hacen los niños; y también a las que hacen los jóvenes. Argumentar las respuestas, no dejarlo para después. La curiosidad es la ventana al aprendizaje, y no contestar las preguntas por falta de tiempo, o contestarlas de forma breve y rápida bloquea esta forma de aprender.
En definitiva, tomar conciencia de que no dar tiempo hoy puede hacer que tengamos que invertir mucho más tiempo en el futuro.
El Centro de Biologia Molecular Severo Ochoa (CBM), con la Fundacion Severo Ochoa (FSO) y el apoyo de la Comunidad de Madrid, organiza cada año el evento de divulgación científica Ciencia Contigo. En 2023, y con motivo del Año Cajal, el foco del evento fue la neurociencia y su impacto en la sociedad.
Fui invitada a compartir esta charla sobre el tema '¿Tienen importancia las funciones ejecutivas en el aprendizaje?'
Seguramente todos hemos escuchado alguna vez un mensaje audio enviado por algún servicio de mensajería como WhatsApp a mayor velocidad de la normal. Tal vez teníamos prisa, el mensaje era largo o quien lo enviaba hablaba despacio. También es posible que hayamos avanzado a mayor velocidad algún fragmento de películas o serie para poder llegar antes al final.
Esta tendencia se denomina speedwatching y, aunque se observa sobre todo en jóvenes y adolescentes, los ejemplos anteriores muestran como todo el mundo puede estar tentado de caer en ella. Vídeos, música, podcasts… todo es susceptible de ser escuchado o visto a mayor velocidad para ser consumido y acabado antes.
No es algo tan reciente: aunque WhatsApp, Telegram, TikTok y otras plataformas y redes sociales tienen la función de acelerar la velocidad de reproducción, ya desde 2019 los navegadores como Chrome incorporaron extensiones que permitían acelerar el visionado de manera automática en diversas plataformas.
Pero ¿qué ocurre cuando nos acostumbramos a consumir contenido reproducido a velocidades más rápidas que aquellas a las que fueron grabados o emitidos?
¿A qué da respuesta el speedwatching?
En nuestra sociedad estar ocupado se valora positivamente. La prisa se ha vuelto, en muchos casos, un estilo de vida. La falta de tiempo es un lugar común en un mundo donde enseguida todo queda anticuado y donde la gestión de los tiempos de espera cada vez es más compleja. Poder visualizar o escuchar contenido a una velocidad más elevada no deja de ser una respuesta adaptativa a esa falta de tiempo.
Algunos estudios norteamericanos profundizan en esta relación entre el espectador y los contenidos, situando al espectador como maestro del tiempo, que disfruta del placer de poder comprimir los productos en función de sus necesidades y deseos.
Un mundo extremadamente visual, con poco uso de la palabra y en el que las horas nunca son suficientes para poder llevar a cabo todo lo que queda pendiente, requiere de herramientas para hacerle frente.
Existe, por otra parte, la necesidad de estar permanentemente al día de los últimos titulares, de los últimos capítulos de series, de los últimos vídeos subidos a redes sociales, podcasts o cualquier otro contenido digital.
Esta ansiedad provocada por el miedo a perderse experiencias y a ser por tanto excluido socialmente recibe el nombre de FOMO (del inglés Fear Of Missing Out). El FOMO es un tipo de ansiedad social que genera inseguridad, miedo o incluso baja autoestima, e implica tener que estar constantemente conectado a la red. Esta permanente conexión va ligada a la necesidad de consumir (ver y escuchar) el máximo de contenido posible en el menor tiempo posible.
¿Qué efectos negativos puede tener?
Procesos como la atención y concentración, implicados en la memoria y aprendizaje, así como la gestión de los tiempos de espera pueden verse afectados si esta actividad acaba siendo habitual.
La atención es una función ejecutiva que parte de una respuesta fisiológica ante un estímulo que nos atrae. Pero el tiempo que una persona puede mantener la atención (atención sostenida) es una habilidad voluntaria que se incrementa con los años, siendo mucho menor en los niños que en los adultos.
Ahora bien, cuando en nuestra cotidianidad precisamos de ver o escuchar mucho contenido en poco tiempo, vamos recortando nuestra capacidad atencional. La búsqueda constante de nuevos estímulos activa el neurotransmisor llamado dopamina, creando circuitos de recompensa y generando un círculo vicioso.
Podemos decir que el cerebro acostumbrado al speedwatching se aburrirá si no recibe los estímulos a velocidad acelerada, volviéndose pasivo. Deja de estar atento, de estar concentrado y simplemente recibe información.
Más velocidad, menos comprensión
Atención y memoria (especialmente la memoria de trabajo) son funciones ejecutivas clave en los procesos de aprendizaje. Los estudios demuestran la relación entre la atención sostenida y los procesos de aprendizaje, lo que implica que no poder sostener la atención puede tener consecuencias en la profundidad con la que se realizan los aprendizajes. Para poder aprender se requiere un esfuerzo voluntario que puede verse comprometido al no dar tiempo a interiorizar y trabajar con los contenidos consumidos a alta velocidad.
Algunos estudios recientes ya han demostrado que reproducir una conferencia a mayor velocidad afecta a la buena comprensión de su contenido. De hecho, la Revista de Psicología Cognitiva Aplicada se manifiesta contraria a la aceleración de los vídeos con el objetivo de ganar tiempo, ya que explica que se pierden aspectos complejos de los productos audiovisuales.
Menos paciencia y capacidad de espera
Finalmente, teniendo en cuenta el círculo vicioso que genera la dopamina, otro efecto importante es la pobre gestión de la espera: la estimulación constante que provocan el speedwatching y el mundo de prisas generan una gratificación en el cerebro permanente. Al tener siempre a disposición un estímulo, se reduce la paciencia. Y perdemos el hábito de tener que esperar para obtener un objetivo.
Aunque este manejo de los tiempos de espera también es una habilidad que se aprende con la edad, maduración y experiencia, la realidad es que cada vez somos más impacientes.
Entrenamiento cognitivo puntual
Pero no todo en el speedwatching es negativo. Aunque incrementar la velocidad de reproducción de audio y vídeo es una técnica supuestamente destinada a ahorrar tiempo, también se está demostrando recientemente que requiere práctica, entrenamiento y atención concentrada.
Por lo tanto, si no lo convertimos en habitual, sino que lo usamos como una herramienta puntual para una finalidad en concreto o por un motivo en particular, el speedwatching no es perjudicial por sí mismo, más bien al contrario.
Darse cuenta que podemos estar haciendo un uso abusivo de esta técnica y convirtiéndola en tendencia debería también ayudarnos a generar un espacio para poder parar y pensar. Analizar si realmente estamos ganando tiempo o simplemente hemos entrado en un círculo de consumo sin cese en un mundo que va demasiado deprisa.
La vuelta al cole de septiembre del 2020, y el curso 2020–2021, estuvieron marcados por los termómetros, las mascarillas, los grupos burbuja, medidas estrictas para las entradas y las salidas, recorridos marcados dentro de los centros educativos, ausencia de salidas y excursiones, y distancias de seguridad en todo y para todo.
Una situación que, aunque fue algo más tranquila el curso 2021–2022, supuso un gran esfuerzo para toda la comunidad educativa.
Han pasado ya (o sólo) tres años, y parece que el nuevo curso iniciado en septiembre se asemeja a los anteriores a la pandemia. Pero hay algo diferente: inicia su escolarización la “generación pandemia”, los niños y niñas nacidos durante el confinamiento.
Cómo ha afectado a los más pequeños
Hemos podido observar a lo largo de estos años cómo la pandemia y, sobre todo, su gestión han condicionado el aprendizaje de los alumnos, independientemente de su edad y estudios. El observatorio de los derechos humanos (Human Rights Watch) ya recogió en 2021 el impacto mundial que podía tener la pandemia en la educación.
Aunque ahora parece que la situación está normalizada, no debemos olvidar que un solo año en la vida de los niños más pequeños es mucho. Y esto se observa de manera especial en el curso que arranca este año.
Cuando nacieron los niños y niñas que en 2023 tienen 3 años, lo hicieron en una situación no sólo de pandemia, sino de un confinamiento extremo que supuso un gran aislamiento de los demás.
Cierto que permitió que, en la mayoría de casos, los primeros meses de crianza fueran de un acompañamiento más intenso que el que permite una baja de maternidad o paternidad. Pero también supuso que el contacto con otros familiares y amigos se produjera a través de unas pantallas y una conexión a internet.
Aparte del imprescindible contacto con sus padres y madres, no hubo miradas, interacciones, roces, caricias, el sabor salado del llanto, la vibración de la sonrisa y las voces, ni contacto con otros cuerpos, más allá del que ofrecían las pantallas.
La construcción del apego, alrededor de los 7 meses, es un hito importantísimo en el desarrollo de cualquier ser humano. Ese momento en el que el bebé llora cuando se separa de sus adultos de referencia es necesario para el correcto desarrollo, y se regula cuando comprende que no es abandonado, que el adulto volverá.
Un apego desorganizado es una de las causas de un mal funcionamiento posterior del niño con la sociedad. Durante la pandemia los padres pudieron compartir más tiempo en el mismo espacio físico que sus hijos: pero esto no garantiza que existiera la interacción necesaria con los niños para el desarrollo de este vínculo de forma segura y positiva; sobre todo cuando hubo que compaginar trabajo remoto, estrés y preocupación por otros familiares o la situación en general.
El estar juntos no asegura el vínculo si este “estar” se delega a un objeto como un ordenador, móvil o tableta. Y la generación pandemia nació, precisamente, en un momento en el que la invasión de la pantalla como sustituto del vínculo a las personas se estaba gestando.
No hay que olvidar tampoco que quien proporciona el contenido audiovisual y facilita su acceso en un inicio siempre es el adulto. Es importante ser conscientes de la responsabilidad que implica.
Recuperar la conversación
¿Estamos diciendo entonces que el acceso a las pantallas es dañino en sí mismo? No. Pero debemos tener en cuenta a qué edades se usan y cuáles son las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud] a este respecto. Para niños menores de 2 años nada de exposición a las pantallas; de 2 a 4 años, propone que el tiempo dedicado a actividades sedentarias frente a una pantalla no exceda de una hora, y a partir de los 5 años no pasar de las dos horas.
El niño, y después el adolescente, precisa de presencia acompañada de atención. La pandemia arrasó con todo en el 2020 y ha dejado innumerables secuelas en muchas personas. Pero una de ellas es corregible, “curable”: recuperar el tiempo dedicado a la conversación.
La pantalla y su uso durante la pandemia permitió el acceso a la información, acercó distancias y personas, y se adaptaron a las necesidades individuales, aliviando la situación de confinamiento… Pero requiere de la mediación de un adulto que intervenga en las interacciones del niño o niña con ella.
La realidad de los más pequeños se ha vuelto simultáneamente física y virtual y
necesitan de manera imperiosa que los adultos expliquen, hablen, presten atención, interpreten lo que ellos ven… Mirar pantallas no debería ser una actividad solitaria.
Alerta y prevención
La generación pandemia y sus predecesoras (actualmente con dos y tres años) requieren de ayuda especial para poder superar unas dificultades contextuales que les sobrevinieron. La escolarización en la pequeña infancia, a partir de los dos años, les ayuda a conseguir crecer autónomos en compañía y en convivencia con los demás.
Todo nos invita a estar alerta con esta nueva generación. Una alerta que nos mueva a la prevención, al refuerzo de aquellos aspectos que fomenten la autonomía, la intención comunicativa, el lenguaje y el completo e integral desarrollo de futuros adolescentes que serán adultos.
Ser conscientes de las dificultades contextuales con las que se han incorporado al mundo es crucial para acompañarles en su crecimiento.